La existencia de santuarios es un dato que recorre ampliamente la historia de la humanidad. En todas las culturas y religiones, los santuarios ocupan un lugar de preeminencia destacándose como sitios privilegiados para la vivencia y la expresión religiosa.
En ese recorrido histórico-cultural, sin embargo, no siempre la palabra "santuario" se distingue por completo de la palabra "templo". Parece, en ocasiones, utilizarse indistintamente, como si ambas refiriesen a una misma realidad. No obstante, su concepto fue asumiendo un carácter distintivo hasta convertirse en algo más que un simple lugar para el rezo colectivo o la práctica ritual. Y esto no sólo –ni primeramente– por una voluntad especial de las jerarquías religiosas, sino, según se observa, por la necesidad de los pueblos de otorgar una sacralidad distintiva a determinados espacios, en los que se reflejen sus apetencias más sentidas, y en especial, en los que se preserven y conserven sus valores primordiales. Los santuarios no sólo son lugares de encuentro con lo divino en una perspectiva exclusivamente cultual, sino también, una suerte de arcones o "cajas fuertes" destinados a proteger bienes comunes que podrían corroerse con el tiempo, o ser destruidos por las mismas prácticas sociales y hasta religiosas.
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